Desde su llegada a Buenos Aires, en 1880, el molino de viento transformó la realidad del campo argentino.
A mediados del siglo XIX, el mítico Oeste norteamericano estaba en un proceso de gran expansión agrícola-ganadera y necesitaba una urgente solución para el problema del abastecimiento de agua que independizara al productor de la proximidad de la aguada natural. País innovador por excelencia, inventor de soluciones tecnológicas, encontró una respuesta rápida y sencilla para extraer el agua subterránea.
Fue un tal Daniel Halladay quien desarrolló un mecanismo de autogobierno que se orienta según la dirección del viento, moviendo un conjunto de múltiples aspas inclinadas que recrean la forma de una margarita de chapa. Halladay comenzó la fabricación en 1854, con gran éxito de ventas pues resultó un invento revolucionario.
Este artefacto llegó a Buenos Aires en 1880 por iniciativa de Miguel Nicolás Lanús, quien era propietario de una casa importadora de maquinaria rural, en sociedad con Belisario Roldán (padre del poeta). Así fue como esta firma trajo de los Estados Unidos el primero de los molinos de viento de este tipo.
Estaba construido totalmente en madera por la fábrica de Andrew Corcorán, de Nueva York, y había sido premiado con medalla de Plata en la Exposición Universal de París, en 1878.
Por su lado, Lanús también presentó el novedoso molino en la Exposición de la Sociedad Rural de Palermo en 1881, con el éxito esperado y la expectativa de toda la gente de campo.
Rápidamente, otros importadores comenzaron a traer otras marcas y su uso se extendió desde las chacras cercanas a Buenos Aires hasta las grandes estancias del país. En 1894, Miguel Lanús vuelve a ser pionero en esta cuestión, ya que a partir de la compra de la patente del Corcorán comienza a construir dichos molinos en Buenos Aires.
Luego aparecen los modelos metálicos que reemplazan a los de madera y en 1901 aumenta la eficiencia del sistema con el agregado del tanque australiano como complemento de gran utilidad.
Estas máquinas, muy simples y de bajo mantenimiento, resultaron un hallazgo transformador de la realidad rural y lo que es mejor aún, por su sencillo funcionamiento marchan solas, incluso con poco viento.
Signo de desarrollo
No hay que olvidar que fue a partir de la llegada de los molinos de viento a la Argentina y gracias a ellos que empezó a poblarse la Patagonia. En los cascos de muchas estancias se destacan los molinos que lucen llamativos alardes de herrería artística.
Entre las marcas más conocidas de los molinos fabricados en la Argentina figuran los Hércules, cuyas magníficas siluetas se elevan por encima de los montes estancieros.
Un aviso de 1916 decía que a pedido de los interesados, la fábrica Hércules podía agregar cuantas ornamentaciones artísticas quisiera el cliente.
Los modelos más vistosos se montaban sobre torres de forma hexagonal u octogonal adaptadas a la forma del depósito de agua que se asentaba a gran altura. Llevaban escalera caracol de hierro fundido y barandales que permitían un cómodo acceso al mirador.
Los hay con balcones perimetrales sobre los tanques cilíndricos y escaleras caracol de gran ornato, para que suban las damas a mirar el entorno y a tomar el té.
Arriba del todo, luciendo su razón de ser, la rueda de aspas y la veleta para la orientación, luce su silueta de flor de hierro como alguna vez la llamó el poeta Baldomero Fernández Moreno, en su poema «Molinos»: ¿Quién habrá hecho esta siembra/por la campaña,/de estas flores de hierro/altas que giran?