Cuenta el mito que cuando Poseidón y Atenea se disputaron el convertirse en patronos del Ática, el primero clavó su tridente en la roca e hizo manar una fuente de agua salada en la acrópolis de la ciudad, mientras que la segunda hizo crecer un olivo donde hoy se encuentra el Erecteion.
Ante estos regalos, el pueblo ateniense y su rey decidieron nombrar divinidad tutelar de la polis a Atenea y dar a la ciudad el nombre de Atenas. Evidentemente, el olivo era mucho más útil. No solo por la madera y la aceituna, sino especialmente por el aceite, producto básico en la alimentación y en la preparación de numerosas comidas, que también se empleó en la elaboración de ungüentos y perfumes para la higiene corporal –en los baños– y para la iluminación mediante lucernas o lámparas, lo que lo convirtieron en el “oro líquido de la Antigüedad”.
El cultivo del olivo y la comercialización del aceite fueron actividades que facilitaron la prosperidad económica de numerosas ciudades de la Bética y de determinadas familias pertenecientes a las élites municipales.
La expansión del olivar
Una vez traído el árbol domesticado por los colonizadores fenicios y griegos, su cultivo se fue generalizando por diferentes zonas de la península Ibérica, aunque debemos señalar que el acebuche, del que también se puede extraer aceite, estaba ya presente en Hispania como arbusto autóctono.
Tras la conquista romana, y en concreto durante la segunda mitad del siglo I a.C., como consecuencia del importante programa de urbanización y colonización desarrollado por César y Augusto que supuso la llegada de numerosos pobladores itálicos, el cultivo del olivar se expandió por los valles del Guadalquivir y Genil, y en torno al cambio de era comenzó la exportación de aceite bético para abastecer a la población de Roma, a las legiones y a los habitantes de otras provincias del Imperio.
Durante la primera centuria, la producción aceitera del sur peninsular se desarrolló con fuerza y en el siglo II Adriano incluyó el aceite de oliva en los repartos de alimentos a la plebe de Roma, lo que debió favorecer aún más la extensión de tierras dedicadas al cultivo del olivar.
Este emperador, para satisfacer la demanda de aceite por parte de la administración, tuvo que mandar aprobar una ley olearia que obligaba a todo propietario o arrendatario de olivos a vender un tercio de su producción aceitera al Estado. Posteriormente, la producción y exportación de aceite bético se mantuvo a niveles muy altos hasta el siglo III y continuó desarrollándose durante todo el Bajo Imperio.
Un cultivo con poco gasto
Lucio Junio Moderato Columela, agrónomo gaditano, en su obra De los trabajos del campo, nos dice que entre todas las plantas el olivo es la que necesita menos gasto, que se sostiene con un cultivo ligero y que cuando se descuida no decae y tras volver a darle cultivo vuelve a producir.
Igualmente, señala que las labores del olivo eran pocas, lo que convertía a la producción de aceituna en un cultivo ideal para rentistas que residían en las ciudades gran parte del año, dedicados a participar en la vida política local.
Los agrónomos romanos recomendaban arar el terreno dos veces al año, cavar los pies de los olivos en otoño, podar los árboles anualmente y abonarlos con estiércol o con pequeñas dosis de alpechín.
Igualmente, aconsejaban realizar la recolección de la aceituna a mano para no dañar los brotes tiernos del olivo, así como molturarla, siempre que fuese posible, el mismo día de su recogida.
En la Bética se usaron varios tipos de molinos de aceite entre los que debemos destacar el trapetum, que permitía molturar las aceitunas sin romper sus huesos, y la mola olearia, bastante similar a los molinos aceiteros tradicionales, aunque la muela era troncocónica.
Posteriormente, la pasta de aceituna se introducía, distribuida en capachos, en una prensa de viga (prelum). De estas almazaras romanas (torcularia) se suelen conservar los pies de prensa, que contaban con unas acanaladuras para conducir el aceite a los depósitos (trujales), y los contrapesos que colgaban de la viga para ejercer mayor presión durante el proceso de extracción del aceite.
Zonas de producción en el sur peninsular
Las tierras ribereñas del Guadalquivir y del Genil, comprendidas entre Córdoba (Colonia Patricia), Écija (Astigi) y Sevilla (Hispalis), estuvieron dedicadas en época romana a la producción intensiva de aceite que fue destinado, fundamentalmente, a la exportación, ya que en este sector de la Bética encontramos numerosos restos de almazaras romanas y de alfarerías (figlinae) en las que se fabricaban las ánforas globulares hispánicas (Dressel 20) utilizadas para transportar el oleum por vía marítimo-fluvial.
En otras zonas andaluzas como la Campiña de Jaén, la Subbética cordobesa, la Vega de Granada o las comarcas de Antequera y Málaga debió de darse una importante producción aceitera en época romana, como lo prueba la aparición de pies de prensas y contrapesos de molinos aceiteros romanos o de restos de villas dedicadas al cultivo del olivo.
Transporte y distribución: el viaje por el río
Buena parte de la producción aceitera generada en los valles del Guadalquivir y del Genil era llevada en odres hasta las alfarerías situadas en las orillas de ambos ríos y a continuación se envasaba en ánforas globulares hispánicas que al llenarse pesaban unos 100-110 kg y podían contener unos setenta kilos de aceite.
Posteriormente, el aceite era subido a barcas fluviales de pequeño o mediano tamaño (lintres, scaphae) y transportado río abajo con dirección a Hispalis, donde las ánforas serían cargadas en grandes naves mercantes que debían llevarlas a Roma, a los campamentos legionarios del Limes Germanicus o de Britannia y a los principales puertos del Imperio.
La prosperidad de la Bética
El cultivo del olivo y la comercialización del aceite fueron actividades que facilitaron la prosperidad económica de numerosas ciudades de la Bética y de determinadas familias pertenecientes a las élites municipales, que pudieron enriquecerse gracias a la producción y venta de este “oro líquido”, lo que les permitió promocionar socialmente y realizar donaciones de diverso tipo a sus comunidades cívicas, como costosas estatuas de divinidades –frecuentemente realizadas en plata–, edificios públicos o banquetes y espectáculos que fueron ofrecidos gratuitamente al pueblo.